Magia a la venta

Desde que se lanzó el Genie+, y con ello oficialmente se mandó al baúl de los recuerdos al FastPass+, mi cabeza no ha dejado de dar volantines, con tanta zozobra que a momentos me recuerda a mi estómago cuando estoy en el “Mission Space”. La causa tiene que ver con la información cruzada o, mejor dicho, contradictoria, que mi cabeza está recibiendo de mi parte. Por un lado, le presento uno tras otro los argumentos que evidencia la creciente codicia de Walt Disney Company, pues lejos de conformarse con subir los precios de manera acelerada, no se ha cansado de quitar beneficios como el FastPass+, el Magical Express, las Magic Bands o las Extra Magic Hours, los que no eran gratuitos pese a que una inteligente campaña de marketing así nos lo hiciera sentir, ya que su costo venía incluido en los elevados precios que desde hace mucho pagamos por boletos de parques y estadía en hoteles.

Como cantaba Nicolás Dromard en un anuncio de 2015, esos beneficios eran la forma en que la compañía nos agradecía por hospedarnos en el resort (“it´s all complimentary and extra thank you for your stay”); lo de menos es que no fuera cierto, que no fueran un generoso obsequio por parte del Ratón, pero igual funcionaba porque constituía una muestra de la forma en que se esforzaban en hacernos creer que éramos especiales. Y lo hacían tan bien, tan bonito, que nosotros nos lo creíamos. Pero ahora parece que dejó de valerles la pena el esfuerzo.

La campaña del Genie+ es extremadamente torpe, por no decir cínica; en su intento de presentar como un beneficio para nosotros lo que sólo es una ganancia para ellos, cae en el absurdo de anunciar con bombo y platillo que aún sin comprar el Genie+ podremos seguir usando las filas de espera tradicionales o virtuales sin un costo adicional, como si no hubiéramos ya pagado el nada barato boleto de entrada al parque (“The atracctions, they´re actually gonna continue to offer either a traditional stand by queue or a virtual queue… and those are available at no aditional cost”).

Que tales acciones ocurran en medio de la pandemia que lleva año y medio minando cuerpos, bolsillos y espíritus, revela una total falta de tacto y empatía para con sus fieles seguidores, muchos de los cuales puede ser que lleven años ahorrando para emprender el viaje de sus sueños y que ahora, o ya no lo pueden lograr o, si lo hacen, tendrán una versión un tanto descafeinada con respecto a la que tuvimos los afortunados que en su momento gozamos del beneficio de sentirnos superpoderosos con nuestra Magic Band en la muñeca, de ser los reyes del parque durante las “Extra Magic Hours” o de iniciar nuestra aventura desde el mismísimo aeropuerto, cuando la velocidad de nuestros pasos se incrementaba al ritmo de los latidos de nuestro corazón con cada avistamiento de un letrero del Magical Express.

Sí, estoy molesta, molestísima pero, por otro lado, no dejo de hacer planes y proyectos para un próximo viaje; me pregunto sin cesar ¿cómo hacer para estar más días?, ¿qué estrategia seguir para llegar a un hotel de lujo y así tener horas mágicas extras en las noches? Vaya contradicción, ¿eh? ¿Masoquismo? No lo creo. Antes bien, historia, memoria, recuerdos, de esos que te construyen, te definen; te retratan. De tratarse de cualquier otra cosa habría aplicado ya el popular “que con su pan se lo coman” y los habría mandado a “freír espárragos”, o dicho en otras palabras, por si en sus países no conocen esas expresiones, les habría cantado un sonoro “gracias, pero no, gracias, ciao ciao”.

Pero esto es distinto. Hace mucho tiempo Disney me vendió un producto cuya compra contribuyó de manera determinante en mi formación como persona. Tendría unos ocho años cuando una de mis hermanas me obsequió mi primer cuento de Disney: Pinocho. Era un LP (sí, soy de la época en que los cuentos infantiles se escuchaban gracias a un disco de vinilo y por eso soy más una hija del sonido que de la imagen), uno rojo, que venía acompañado de una especie de libro con el cual podía ver algo de lo que mis oídos me contaban. Fue amor a primer sonido, y desde entonces firmé con tinta del corazón un contrato que siempre pensé (y sigo pensando) sería para toda la vida. 

Al paso de los años ese trato inicial se fue renovando e incluso ampliando, y siempre me ha gustado imaginar que ha sido por consentimiento mutuo. Nunca, hasta ahora, había separado a la empresa de su producto, pues durante décadas una y otro mantuvieron una exitosa fusión, una cuyo secreto, creo, había sido la credibilidad. Estoy consciente que Walt Disney Company es eso, una compañía, una que con el paso de los años se ha convertido en un auténtico imperio y, como todos los imperios, sus avances y conquistas no se consiguen siendo “buena gente”.

Pero para todo hay, o debería haber, límites, los cuales ya no consigo ver en la descarada avaricia de los últimos años, la cual considero errónea, no solo desde el punto sentimental sino también como estrategia de negocios. La naturaleza del producto que Disney vende -sueños, magia, bondad, amistad, generosidad, etc.- ameritan un poquito de congruencia entre lo que se dice y lo que se hace, porque si en lugar de mirar a la Esperanza representada en Aurora, la bondad en Blanca Nieves o la valentía en Mérida empezamos a ver solo marketing o dinero, el hechizo que nos transporta al país de los cuentos, al reino de las hadas y al imperio de los finales por siempre felices corre el riesgo de romperse en mil pedazos, como la zapatilla de Cenicienta, que ya se rompió una vez aunque por otras razones allá por los ochentas.

Afortunadamente en ese entonces la compañía aún tenía la otra zapatilla, y con ella renació nuevamente de la mano de su oferta de siempre: magia, sueños, fantasía. En estos tiempos difíciles, en que tanto necesitamos del polvo de hadas que nos transporte a esos lugares de memoria que guardan pedazos de felicidad, el amor por los billetes verdes nos lo está escamoteando.

Pero no pierdo la esperanza; no en balde es Aurora mi princesa favorita. Solo espero que la ambición de unos cuantos no siga quebrantando los sueños de miles, y que alguna voz razonable y con peso en la compañía diga “basta, esto es ya demasiado, ¿cómo vamos a vender si la gente deja de creer?”, y lo haga antes que algunos de esos miles pierdan la ilusión y la fe, haciendo imposible que puedan seguir viendo en el sueño de un hombre (One man’s dream) los suyos propios. ¿Este es otro sueño? Bueno, sí, pero al fin y al cabo se lo pedí al Hada Azul, que si pudo convertir a un niño de madera en un niño de verdad, dudo que haya algo que no pueda hacer.

AdrianaRocher

Historiadora de oficio y beneficio, soñadora de corazón, amante de los cuentos de hadas, fan de las películas de luchadores y eterna Padawan de Star Wars

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